Alvaro Aragón Ayala
El diputado Feliciano Castro Meléndrez que trasciende por sus discursos demagógicos, seudo-filosóficos y leguleyos, encontró en la agenda del triángulo dorado un rico filón para la perorata y el espacio para la proyección política personal. El legislador localizó vericuetos populistas para empotrar su figura como “purificador” de la actividad del narcotráfico serrano.
El triángulo dorado o triángulo de oro mexicano es una región montañosa de difícil acceso que se extiende entre los estados de Sinaloa, Chihuahua y Durango. La zona fue demonizada por las autoridades de Estados Unidos y funcionarios mexicanos por la proliferación ahí, en esa área territorial, de la siembra de mariguana y amapola.
En el poblado Guadalupe y Calvo, Chihuahua, el presidente Andrés Manuel López Obrador dijo que desea cambiarle el nombre al triángulo dorado por “el triángulo de la gente buena y de la gente trabajadora”. El diputado Feliciano Castro Meléndrez casó la arenga y apoyado por otros legisladores morenistas lanzó un manirroto “manifiesto por la bondad”.
No, no se trata de una estrategia de combate al narco ni de declaratoria contra la violencia y el crimen, sino del “compromiso de promover políticas públicas a favor de las comunidades serranas colindantes de Sinaloa, Chihuahua y Durango”, aunque la siembra y cultivo de estupefacientes ya no es privativa del triángulo dorado; cundió por todo el territorio nacional. A la actividad se ha sumado el tráfico de cocaína y metanfetaminas.
Años atrás Culiacán ocupó el primer lugar en laboratorios clandestinos para producir cristal; hoy, es el primero en la lista negra en el procesamiento de psicoestimulantes ilegales. Ahora, los grupos de narcodelincuentes se mueven y dominan amplias zonas urbanas. Escuadrones armados imponen en Sinaloa la “pax narca”. El narcotráfico ganó espacios citadinos sin descuidar el control de la serranía.
Mucho más que en el triángulo dorado, en Culiacán, Mazatlán, Obregón, Hermosillo, Caborca y ciudades de Tamaulipas y Michoacán, y otros centros urbanos del país, las vidas sin freno de los narcos exhiben disipación, pertenencia, fuerza, violencia, sembrando muerte y miedo como un comportamiento que desafía a tirios y troyanos.
Fuera de la realidad, del presente, de la urbanización del narcotráfico, Feliciano Castro leyó su manifiesto con la idea de que «las políticas públicas impulsen y dignifiquen la vida en los altos de la sierra y preserven la naturaleza para que con ello se propicie el bienestar social», dijo. La propuesta es llamarle “triángulo de la bondad” al triángulo dorado para quedar bien con el inquilino de Palacio Nacional.
Inflado por su «genial» idea, precisó que el gobernador de Sinaloa, Rubén Rocha Moya, aceptó participar en un encuentro en donde podrán participar, 50, 70, o hasta 100 diputadas y diputados para abrir un debate sobre las iniciativas a impulsar y que lleve a políticas públicas que tienen que ver con la producción, generación de empleo, ingresos de la gente, salud y educación.
Es frágil la propuesta castrista porque no hay presupuesto, además de que el narcotráfico es una hidra de mil cabezas. Es una industria globalizada. Dada su capacidad movilizadora y su poder económico empuja transformaciones individuales y colectivas. Es furtivo y elástico e implacable el alcance de sus tentáculos. Las utilidades de las drogas invaden las esferas económica, social, política y cultural.
En concreto: si el trasfondo es reconocer la aportación de los capos del triángulo dorado al crecimiento o expansión de las narco-economías de Sinaloa, Chihuahua y Durango con las inversiones subterráneas o a cielo abierto del dinero del omnipresente negocio de las drogas, entonces sí, si encajaría llamarle a esa zona “triángulo de la bondad», aunque sería paradójico que así lo bautizaran políticos nada bondadosos como Feliciano Castro Meléndrez.