El fracaso del neoliberalismo y la concentración de riqueza permitieron regresar a regímenes populistas, donde el pueblo se encarna en el gobernante.
La paradigmática frase que marca el ocaso del régimen feudal, que pronunció Luis XIV afirmando: “El Estado soy yo”, reflejó claramente un sistema, donde el origen divino de los soberanos les otorgó la plena facultad de decidir el rumbo de sus naciones.
La Revolución Francesa instauró el régimen democrático, donde se trasladó la soberanía del poder divino al pueblo, y se estableció que en los sistemas constitucionales deberían existir pesos y contrapesos, como Montesquieu lo escribió.
El fracaso del neoliberalismo y la concentración brutal de la riqueza han permitido el regreso de regímenes populistas, donde el pueblo se encarna en el gobernante carismático que tiende, necesariamente, a concentrar el poder.
Las reformas que ha presentado el presidente López Obrador tienen justamente este propósito, concentrar el poder en el Ejecutivo, haciendo a un lado a los organismos constitucionales autónomos, desmantelando a la Suprema Corte y apoderándose —desde el partido dominante— de las mayorías calificadas del Congreso.
Este es el fondo real de estas reformas, que implican la continuidad del gobierno y la subordinación de su candidata y, al mismo tiempo, se impone un tinte demagógico de reformas sociales, en las que —de una o de otra manera— nadie puede estar en desacuerdo.
No se trata de que las apruebe el Congreso, sino —como ya se dijo— que se realicen foros nacionales, que no es otra cosa más que apoyar la campaña del partido Morena. Sus consecuencias, de aprobarse, serían graves para la estabilidad del Estado Nacional y su constitucionalidad. Muchas de estas iniciativas son abiertamente inconstitucionales, pues se refieren a temas electorales que la Constitución, en su artículo 105, impide se presenten 90 días antes del inicio del proceso electoral, por lo tanto, deberían ser desechadas por notoriamente improcedentes, ni siquiera deberían llegar al Pleno.
Es una fuga al futuro, evitar el debate de los temas que nos ocupan hoy, y que afectan gravemente a la población, como es la seguridad pública, la salud y la educación.
Dentro de esto, hay temas aceptables como lo son: la defensa energética de la nación y los programas sociales.
La transmutación psicológica que enfrentan los mandatarios, que piensan que ellos son el pueblo, se convierte en una grave patología del desarrollo democrático que, hoy por hoy, se presenta en diversos puntos del planeta, simplemente pensemos en la candidatura republicana —probablemente exitosa— de Donald Trump.
Mientras tanto, la oposición debe tener los instrumentos y las herramientas teóricas para explicar con claridad cuáles son los programas que nacen de la propia Constitución, como el reconocimiento jurídico de los pueblos indígenas, en el artículo 2; o los derechos sociales, en el artículo 4 constitucional y que son producto de la ideología de la Revolución Mexicana, que sigue siendo el hilo conductor de la República, mientras esté vigente la Carta Magna.
Las cartas están echadas, lo importante es que la ciudadanía comprenda con claridad qué proyecto de nación conviene en el próximo gobierno, y definirlo así con su voto en las elecciones de 2024.
ALFREDO RÍOS CAMARENA
Fuente: El Heraldo de México