Esta semana se vivió un intercambio de declaraciones en torno al problema del fentanilo, opioide sintético que causa estragos en Estados Unidos. El martes, el presidente Andrés Manuel López Obrador dio a conocer una carta enviada a su homólogo chino, Xi Jinping, en la cual le solicita que “por razones humanitarias nos ayude a controlar los envíos de fentanilo que puedan remitirse de China a nuestro país”. En la misiva, el mandatario afirma que para controlar el tráfico del estupefaciente sería un apoyo inestimable “contar con información sobre quiénes importan esta sustancia, en qué cantidad, en qué embarcaciones, cuándo sale China a qué puertos mexicanos llega y el tipo específico de sustancia”. Además, comparte la molestia de su gobierno con las presiones e injerencias de actores políticos estadunidenses que buscan réditos electorales culpando a México de la crisis de consumo del opiáceo.
El jueves, Pekín descartó la existencia de tráfico ilegal de fentanilo entre China y México. La vocera de la cancillería asiática, Mao Ning, expresó el firme apoyo de su país al nuestro en la defensa de la autonomía frente a las prácticas hegemónicas de acoso por parte de Washington, y aseveró que “Estados Unidos debe afrontar sus propios problemas y tomar medidas más sustantivas para reforzar la regulación dentro de sus fronteras y reducir la demanda” de fentanilo. Interrogado en conferencia de prensa, el portavoz adjunto del Departamento de Estado, Vedant Patel, dijo ese mismo día que los precursores del fentanilo provienen de China y otras partes del mundo y son parte del desafío al que se enfrentan. La agencia antidrogas estadunidense, DEA, ha mantenido por años la postura de que tanto la sustancia terminada como los precursores químicos empleados para elaborarla son transportados desde China a México, Estados Unidos y Canadá, a menudo por correo internacional.
Es imposible determinar hasta qué punto los reclamos estadunidenses se basan en hechos y hasta dónde forman parte de la agenda de golpeteo económico, industrial, diplomático y militar adoptada en su intento de contener el ascenso de China a la primacía global, así como de la campaña contra México avivada por representantes de la ultraderecha. Pero mientras se da este cruce de acusaciones, 12 personas mueren en Estados Unidos cada hora por sobredosis de fentanilo; 107 mil en 2022 y con cifras al alza. Esta alarmante epidemia de abuso de la sustancia se da pese a los esfuerzos sistemáticos para atajar su producción y distribución: del lado mexicano, entre el 27 de enero y el 6 de marzo pasados, 22 laboratorios o cocinas fueron desmantelados, y sólo del 7 al 21 de marzo se incautaron 384 millones de dosis; mientras la DEA reporta el decomiso del equivalente a 400 millones de “dosis letales” de la droga en 2022.
Esta realidad muestra que las autoridades estadunidenses deben dejar de perder el tiempo en la búsqueda de chivos expiatorios y concentrarse en poner a su población a salvo del mortífero narcótico. Como se volvió evidente en medio siglo de fútil guerra contra las drogas, es sencillamente imposible resolver el problema mediante un enfoque persecutorio y punitivo, pues, en tanto persista la demanda, siempre habrá un agente dispuesto a proveer la oferta. En cambio, es necesario virar hacia una perspectiva integral que aborde de manera simultánea las causas del consumo y los incentivos perversos para que los ciudadanos se unan a los grupos criminales, entre los que se encuentran la desigualdad estructural, la glorificación del poder adquisitivo como único criterio de éxito, el desmantelamiento de las políticas de bienestar para favorecer recortes fiscales a los más ricos, la exaltación de la violencia y el cierre de oportunidades para millones de personas. En suma, si desea hallar una salida a esta trágica crisis, Washington debe emprender una profunda revisión de sus políticas y de los presupuestos ideológicos que las animan. En este examen ha de tenerse en cuenta que el auge del fentanilo no se dio por casualidad, sino como desarrollo de la adicción previa a los medicamentos opiáceos que durante décadas han sido recetados de manera legal pero irresponsable por profesionales médicos azuzados por el afán de lucro de las farmacéuticas, contexto que explica la rápida difusión de esta droga en la sociedad estadunidense y por qué su consumo se centra en ese país.
Fuente: La Jornada