Cuando falta inteligencia y diálogo, la polarización política verbal suele transformarse en violencia física.
Cuando falta inteligencia y diálogo, la polarización política verbal suele transformarse en violencia física. Esto se ve una y otra vez en sociedades en todo el mundo. Y su dinámica es muy parecida, aunque en contextos muy distintos. La polarización y violencia ocurre cuando las sociedades se dividen por razones religiosas, ideológicas, económicas, morales o conflictos de tradiciones y creencias. Una vez que la polarización traspasa los límites del diálogo y resolución de conflictos, las sociedades entran en espirales de confrontación cuyo fin es imposible de predecir. Ese es el problema de la polarización convertida en violencia: no tiene horizonte para su término. Y los odios que engendra duran siglos.
Es por eso que el Presidente de México está invitando al país a tomar una ruta peligrosísima. Su discurso de polarización, resentimiento, odio, y de provocar divisiones sociales irreconciliables entre patriotas y traidores, lleva a la sociedad a un enfrentamiento con consecuencias imprevisibles. ¿Quiere la guerra civil en México el Presidente López Obrador? La respuesta racional es que no, no quiere la guerra civil, sino que su partido gane la próxima elección presidencial, nada más. La respuesta inteligente sería esa.
Pero su conducta real, la del día a día, es otra. Es una conducta que no se guía, aparentemente, por lo racional y lo inteligente, sino más bien por lo visceral y agrio del deseo de imponer a la sociedad mexicana su ley, única- y exclusivamente. Expresa una impronta dictatorial que contraviene lo que hoy es la sociedad mexicana: plural, diversa y activa, en lo ideológico, religioso, económico y separado por regiones, historias y tradiciones. Toda esa diversidad es lo que le da riqueza y fuerza a la divisa cultural de México.
Pero el Presidente no lo ve así. Ve en la diversidad un peligro para él pues, en su lectura de la realidad, su gobierno se puede desmoronar si no crea instrumentos de control absoluto. Y cree haber encontrado en la polarización el instrumento ideal para acorralar a la sociedad en una ruta definida por él y para su mayor control. Su espíritu se guía por lo que ha sido una tradición mexicana heredada del siglo XIX: la aceptación y tolerancia a los líderes con aspiraciones a mandatos prolongados. Su herencia intelectual real no proviene de personajes como Hidalgo, Juárez y Madero, sino de López de Santa Anna y Porfirio Díaz.
En mañaneras recientes, el Presidente musita sobre su legado histórico, y se le observa muy preocupado. En dos ocasiones se ha comparado con Presidentes que fueron encarcelados después de ejercer como mandatarios de sus países. Claro, siempre hace el comparativo en términos heróicos: fueron condenados a la cárcel por las fuerzas oscuras que defendían intereses ilegítimos ante un líder que defendía a los más vulnerables de las sociedades.
Incluso reflexionó sobre qué haría en el caso de caer en la cárcel después de su gestión. “Escribiré un libro”, sin darse cuenta de que todos los libros que ha publicado han sido, en realidad, escritos por otros. Pero, bueno, ese detalle aparte, lo que llama la atención es que tanto el caso de Cristina Fernández, Vicepresidente de Argentina declarada culpable de actos de corrupción durante su gestión como Presidente de su país, y muy amiga de AMLO, como la situación de Pedro Castillo, recientemente destituido de la Presidencia del país y apresado por la policía en Perú por intentar un golpe de Estado, han aparentemente sacudido al mexicano y lo llevan a fantasear sobre la posibilidad de un destino parecido.
Entonces el devenir de Pedro Castillo parece ser una coyuntura de particular interés del Presidente López Obrador. Enfrentando su propia crisis con el Congreso nacional, aunque no de la dimensión de Castillo, la reflexión gira en torno a la pregunta: ¿quién apoyará una intentona de modificar un resultado electoral en 2024, si el país elige un Presidente de oposición, rechazando a Morena? ¿Las Fuerzas Armadas estarán dispuestas a apoyar una intentona de desconocer los resultados, para mantener a Morena en la Presidencia?
¿El Poder Judicial avalará una acción contra la Constitución, para permitirle a AMLO imponer su candidato en la Presidencia? ¿El Poder Legislativo quedará pasivo ante una acción que en esencia equivaldría a la negación de su propia existencia y validez como uno de los tres Poderes del Estado?
Porque estos son los temas que resuenan y se colocan en la palestra del debate público por la coyuntura creada en la crisis en Perú y la respuesta que ha dado AMLO a la destitución de Castillo. Los Poderes Constitucionales de ese país se negaron a consentir el intento de golpe de Estado ideado, promovido y declarado por Castillo. A pesar de que el actuar de los partidos ocurrió dentro del orden constitucional de Perú, el Presidente mexicano sigue en su posicionamiento de condenar los hechos, en esencia avalando el intento de golpe de Estado.
No es la primera vez que AMLO rechaza los ordenamientos de los países. Condenó la acción contra Evo Morales cuando violentó la Constitución de Bolivia al postularse a la Presidencia ilegalmente. Recientemente condenó las decisiones de la justicia argentina
contra Cristina Fernández y ahora condena a todo el sistema constitucional peruano por rechazar el intento de golpe de Estado por parte de Pedro Castillo.
La propensión de López Obrador a justificar su conducta a ignorar las leyes con frases como “no me vengan con que la ley es la ley” o “entre la ley y la justicia, escojo la justicia” están llevando a México a un abismo de ilegalidad y faltas graves al orden constitucional. Lo que les reclama a otros países es lo que quiere imponer en nuestro propio país. No quiere sujetarse a las leyes ordinarias. Quiere imponer la excepcionalidad como práctica para poder imponer su agenda, su proyecto y su dominio e imperio en México. A la usanza de Santa Anna y Porfirio Díaz, y olvidándose convenientemente de Madero.
AMLO toma los casos de Evo Morales, Cristina Fernández y Pedro Castillo como casos de laboratorio, traduciendo esas enseñanzas a lo que considera es su propio caso. El papel de las Fuerzas Armadas en primerísimo lugar. Luego el Poder Judicial y la policía y finalmente el papel del Poder Legislativo. Cada espacio institucional tiene su peso específico. AMLO ha de pensar que ya compró la lealtad absoluta e incondicional de las Fuerzas Armadas. ¿Será? En segundo lugar, forcejea con los Poderes Judicial y Legislativo, entre luces y sombras. Es decir, no es tan clara su situación de poder institucional. Y, en el caso de México, existen dos “poderes fácticos” que otros países latinoamericanos no tienen con tanta contundencia: el narcotráfico y, de vecino, a Estados Unidos y 20 millones de mexicanos que viven en ese país.
Le interesan y le mueven tanto esos casos porque planea hacer lo mismo, pero al “estilo mexicano”. Y está midiendo cómo romper el orden constitucional sin provocar a la sociedad mexicana, sin permitir las condiciones para una intervención internacional y, al mismo tiempo, controlar la violencia del narcotráfico.
En esencia, AMLO se percibe, contradictoriamente, como el líder de México durante las próximas décadas o como preso político. Mientras se resuelve el enigma, promueve sin reparos la polarización, apuesta a la violencia y espera ser el beneficiario del caos creado por él mismo.
RICARDO PASCOE
Fuente: El Heraldo de México